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VALORES CULTURALES

El patrimonio cultural del Parque Nacional, tanto material como inmaterial, es al mismo tiempo diverso, valioso y muy frágil, pues muchos de sus elementos están ligados a formas de vida tradicionales que, con el paso del tiempo, se transforman o desaparecen.
Este paisaje cultural es testimonio de una relación milenaria entre las comunidades humanas y la montaña. 
El parque forma parte del Bien Patrimonio Mundial UNESCO Pirineos-Monte Perdido y, por tanto, sus valores naturales y culturales adquieren un reconocimiento universal excepcional, basados en un modelo de vida agropastoril que ha configurado un territorio único a lo largo de los siglos.
 

Una economía pastoril transfronteriza

Desde tiempos neolíticos, las comunidades humanas han habitado y transformado el macizo de Monte Perdido mediante una economía basada en la ganadería extensiva y la trashumancia. 

Esta actividad, aún viva, se mantiene gracias al respeto de acuerdos de gestión de pastos en los valles, así como a los tratados históricos entre las comunidades de ambas vertientes del Pirineo. 

Uno de los ejemplos más significativos es el Tratado de la Bernatuara (1390), que regula el uso compartido de pastos entre el valle de Broto y el de Barèges, en Francia. Esta colaboración transfronteriza, aún vigente, subraya el carácter internacional y la continuidad cultural del paisaje.

Infraestructuras históricas y redes de intercambio

La articulación del territorio a través de caminos, cabañeras, puentes y pasos de montaña —como el puente de San Nicolás de Bujaruelo o el Puerto Viejo de Bielsa— fue esencial para los intercambios económicos, sociales y culturales entre comunidades vecinas. 

Estas infraestructuras facilitaron el movimiento de personas, mercancías y ganado, consolidando una red de relaciones humanas que trasciende fronteras. También los pasos fronterizos, como el Puerto de Bujaruelo, han sido vía de entrada de peregrinos a Santiago de Compostela. 

La trashumancia: clave en la configuración del paisaje

Durante siglos, la trashumancia ha sido clave en la gestión del territorio, alternando el uso de los pastos de altura en verano (estivas o puertos) con los pastos invernales en tierras bajas del valle del Ebro. Elementos como las mallatas (refugios pastoriles), cercados, abrevaderos o senderos conservan la memoria de esta forma de vida. 

La trashumancia no solo ha dado forma al paisaje, sino que ha contribuido a la conservación de los pastizales y a evitar su matorralización. 

Los puertos de Góriz o Sesa son ejemplos vivos de paisajes asociados a esta actividad. 

Arqueología y memoria del territorio

El Parque Nacional posee un patrimonio arqueológico excepcional por su diversidad cronológica, variedad tipológica y localización en cotas muy elevadas.

Destacan enclaves como las pinturas rupestres levantinas de O Lomar de Fanlo y las neolíticas de estilo esquemático de Góriz. También los conjuntos megalíticos del valle de Puértolas, entre los que sobresale el dolmen de Tella.

Cerámicas, estructuras funerarias y otras evidencias, ilustran una ocupación humana continua desde hace más de 6.000 años. Todo ello nos habla de la íntima relación entre el pastoreo y aprovechamiento del medio.

La “casa”: núcleo de organización del territorio

Hasta bien entrado el siglo XX, la estructura social y económica de los valles giraba en torno a la “casa”, una unidad fundamental que agrupaba vivienda, tierras, ganado, edificaciones auxiliares y derechos sobre el uso del territorio. 

Este modelo organizativo, basado en normas comunales y gestión compartida de recursos, ha dejado una profunda huella en el paisaje y en la cultura local.

Y mucho más…

El patrimonio cultural del parque abarca muchos más elementos y manifestaciones, que bien merecen ser reconocidos, conservados y disfrutados: la arquitectura tradicional de los pueblos, casas fuertes defensivas, puentes, ermitas, iglesias, molinos, azudes, muros de piedra seca, bancales o terrazas de cultivo en laderas, 

Y por supuesto, su rico patrimonio inmaterial ocupa un puesto muy destacado y es seña de identidad del territorio: lengua local, música y folklore, gastronomía, fiestas y romerías, tradición oral, toponimia, tradición maderera ligadas a las nabatera (Patrimonio Cultural Inmaterial UNESCO), etc.  

Todas ellas son manifestaciones vivas de una identidad colectiva profundamente ligada a la montaña y la naturaleza.

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